jueves, 29 de diciembre de 2011

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 22-35



Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,
como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».

Compartiendo la Palabra


“Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas”, dice la 1ª lectura. La liturgia de hoy nos aporta un nuevo criterio: ¿dices que vives unido a Dios y eres de los de Jesús? Será verdad si lo dicen tus obras, tus hechos, la verdad de tu ejemplo. O con otras palabras: sabrán en qué Dios crees por cómo actúes en referencia a todo lo que no es Dios, a los demás, a ti mismo...
El evangelio recuerda hoy a Simeón y su oración ante Jesús Niño en el Templo: “ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Esta oración se ha mantenido en la tradición de la Iglesia como el canto del “Nunc dimitis”, cada noche, en el rezo de Completas. Me gusta recitar esta oración cada día. Me gustaría mucho que esta oración fuera verdad en mi vida: ¿se puede pedir algo más que terminar la jornada reconociendo que mis ojos han visto a mi Salvador?
Unas veces me es más fácil reconocerLe y sentirLe... otras más difícil... unas veces mi Salvador se hace sentir en un rato de oración, otras veces en una conversación, otras veces en el cansancio de la misión, otras veces en la angustia o el vacío, otras en una sencilla sensación de estar donde tengo que estar y con quien debo estar... En fin... Lo más hermoso, en todo caso, es seguir celebrando cada día el misterio de la Encarnación, por el que Dios en persona quiere y hace posible que nuestros ojos sigan viendo a nuestro Salvador... cada día.

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