sábado, 31 de marzo de 2012

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 11, 45-57



Al ver que Jesús había resucitado a Lázaro, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en Él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en El, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación».
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: «Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?»
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso Él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: «¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?» Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde Él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.

Compartiendo la Palabra


Terminamos esta semana en la antesala de lo que estaba previsto. Todo quedaba, en el fondo, tejido de forma tal que era imposible que no sucediera de otra forma. Jesús no tiene miedo a ir desgranando su realidad íntima, su verdad, aun cuando esto pueda costarle la vida.

El pasaje que se nos presenta está en interconexión con el que se nos ha propuesto en Ezequiel, pero mientras que en éste parece triunfante, en Jesús es un término cruento.

Nada sucede de forma gratuita, o ligado a una suerte caprichosa, y menos en la vida de Jesús. Hay una orientación querida y consentida por él. Y hay una obediencia a un plan de su Padre. Jesús sabe que Dios quiere al hombre hasta el grado máximo de la fidelidad y la cordialidad. Y sabe que no siempre el amor se comprende, o se asume, o no provoca reacciones adversas. Porque el amor, en Jesús, es combativo. Se enfrenta al origen del mal, a la opresión, a la injusticia, a la destrucción de la persona…y esto no deja indiferente a nadie. Y, menos aún, a las instituciones que fomentan la muerte.

Hoy, miles de hombres y mujeres saben eso mismo. Por amor, por puro amor, se enfrentan a situaciones insostenibles. O han sido asesinados, torturados, humillados, apartados, por eso mismo. Tú puedes poner ejemplos, el martirologio cristiano está lleno de ellos. Y la vida cotidiana, también. Ahora mismo está sucediendo en muchos sitios. En el fondo, es mejor que muera uno, o unos pocos, que se caiga el entramado de injusticia que vivimos.

Todo esto lo vivirá Jesús en su carne, y como antelación. Todo esto lo podemos vivir en su pasión de forma solidaria. Y podemos también saber qué hay detrás de todo. La misericordia de Dios, su acercamiento al hombre para recuperarlo de la miseria, es nuestra propia vocación. Por eso no tememos a los que pueden matar el cuerpo.

Acompañemos al Hombre. Vivamos con Él la certeza de su verdad: el hombre ha sido creado para ser de Dios, para ser perfecto. Y hemos de tensar la historia, y el universo entero, para conseguirlo.

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 11, 45-57



Al ver que Jesús había resucitado a Lázaro, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en Él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en El, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación».
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: «Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?»
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso Él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: «¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?» Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde Él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.

Compartiendo la Palabra


Terminamos esta semana en la antesala de lo que estaba previsto. Todo quedaba, en el fondo, tejido de forma tal que era imposible que no sucediera de otra forma. Jesús no tiene miedo a ir desgranando su realidad íntima, su verdad, aun cuando esto pueda costarle la vida.

El pasaje que se nos presenta está en interconexión con el que se nos ha propuesto en Ezequiel, pero mientras que en éste parece triunfante, en Jesús es un término cruento.

Nada sucede de forma gratuita, o ligado a una suerte caprichosa, y menos en la vida de Jesús. Hay una orientación querida y consentida por él. Y hay una obediencia a un plan de su Padre. Jesús sabe que Dios quiere al hombre hasta el grado máximo de la fidelidad y la cordialidad. Y sabe que no siempre el amor se comprende, o se asume, o no provoca reacciones adversas. Porque el amor, en Jesús, es combativo. Se enfrenta al origen del mal, a la opresión, a la injusticia, a la destrucción de la persona…y esto no deja indiferente a nadie. Y, menos aún, a las instituciones que fomentan la muerte.

Hoy, miles de hombres y mujeres saben eso mismo. Por amor, por puro amor, se enfrentan a situaciones insostenibles. O han sido asesinados, torturados, humillados, apartados, por eso mismo. Tú puedes poner ejemplos, el martirologio cristiano está lleno de ellos. Y la vida cotidiana, también. Ahora mismo está sucediendo en muchos sitios. En el fondo, es mejor que muera uno, o unos pocos, que se caiga el entramado de injusticia que vivimos.

Todo esto lo vivirá Jesús en su carne, y como antelación. Todo esto lo podemos vivir en su pasión de forma solidaria. Y podemos también saber qué hay detrás de todo. La misericordia de Dios, su acercamiento al hombre para recuperarlo de la miseria, es nuestra propia vocación. Por eso no tememos a los que pueden matar el cuerpo.

Acompañemos al Hombre. Vivamos con Él la certeza de su verdad: el hombre ha sido creado para ser de Dios, para ser perfecto. Y hemos de tensar la historia, y el universo entero, para conseguirlo.

Semana Santa!!!!

Estamos en Semana Santa. Días llenos de la presencia de Jesús que camina hacia su muerte. Hemos escuchado la Pasión de Cristo. El misterio de su amor por nosotros. Acerquémonos a Jesús para participar en nuestro interior de la angustia con que vive estos días.

Jesús está en Jerusalén, le reciben con honores. Celebra la Pascua con sus amigos, les promete que estará siempre presente cuando los que crean en él se reúnan en su nombre, como en aquella mesa, para compartir el pan. Les dice: “vosotros sois mis amigos, amaos unos a otros como yo os amo, en eso os reconocerán como amigos, como discípulos míos”.

Después, la oración en la noche en un huerto de olivos, en soledad, con el abandono y la traición. Jesús ora con inmenso dolor y tristeza, acepta la voluntad del Padre fiel al mensaje salvador que le ha confiado.

Jesús en prisión, torturado, sin defensor alguno, condenado a la muerte más vil. Clavado en la cruz: ”Padre perdónales, no saben lo que hacen”, son las primeras palabras, la súplica al Padre pidiendo el perdón para los que le torturan y le matan.

María su madre está allí, presente en la agonía de su hijo, traspasada de dolor. Jesús le mira con la ternura de siempre y dice al discípulo fiel que le acompaña: “es tu madre, cuídala, recíbela en tu casa”.

Jesús confía en su Padre hasta morir: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Es la muerte de un fracasado que nada puede ante el poder de los que dominan la tierra. Su muerte es la mayor manifestación de su amor. Nos ha amado hasta el final, sin pedirnos nada. Murió amando.

Jesús no era nadie en aquella sociedad. No tenía autoridad alguna, pero presentaba el mensaje que el Padre le había confiado para trasmitirnos.

Se acercó a los pobres, se hizo uno de ellos, él vivó sin familia, sin techo, sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos, a todos les devolvió la dignidad. Llamó bienaventurados a los que trabajen por restablecer la justicia, anunció que serían perseguidos, llevaba en su corazón el fuego del amor a los abandonados, a los excluidos de la sociedad. Sabía que para Dios eran los primeros.

Esto marcó su vida y bastó para convertirle en un hombre peligroso. Había que eliminarlo. Un hombre así es amenaza en una sociedad que ignora a los últimos.

En este hombre deshonrado, torturado, ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a nadie, está la verdad última de Dios. En el amor de ese crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.

Para creer en este Dios, no basta ser piadoso, es necesario tener amor. Hay que seguir sus palabras, identificarnos con su mensaje de liberar a los que sufren, comprometernos con Él en su salvación.

Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta con celebrar la Semana Santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos con ellos, identificarnos con el amor de quien dio la vida por presentar el mensaje liberador de su Dios.

Jesús, muriendo en la cruz hace presente a un Dios sin ningún poder externo, pero lleno de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios lo descubrimos en Jesús, cuando es capaz de amar hasta entregar la vida.

Al ver a Cristo en la cruz, sintamos el amor que nos tiene, que sufre así por nosotros, es el mayor acto de amor a la humanidad, nos pide que sigamos amando como Él nos ama. No consintamos que nadie sufra a nuestro lado y sea tratado injustamente. Dispongámonos a seguirle. Será una respuesta de buena ley.

domingo, 25 de marzo de 2012

El grano de trigo que se entrega nos da la vida


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo Según san Juan 12, 20-33

Había unos griegos que habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la fiesta de la Pascua. Éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió:
«Ha llegado la hora
en que el Hijo del hombre va a ser glorificado.
Les aseguro que
si el grano de trigo que caen en la tierra no muere,
queda solo;
pero si muere,
da mucho fruto.
El que tiene apego a su vida la perderá;
y el que no está apegado a su vida en este mundo,
la conservará para la Vida eterna.
El que quiera servirme
que me siga,
y donde Yo esté, estará también mi servidor.
El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.
Mi alma está ahora turbada.
¿Y qué diré:
“Padre, líbrame de esta hora?”
¡Si para eso he llegado a esta hora!
¡Padre, glorifica tu Nombre!»
Entonces se oyó una voz del cielo: «Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar».
La multitud, que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel».
Jesús respondió:
«Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes.
Ahora ha llegado el juicio de este mundo,
ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera:
y cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí».

Compartiendo la Palabra


EL ATRACTIVO DE JESÚS

Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien.

A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria.

Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.

El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.

Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.

Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida.

No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida?

Domingo 5º de Cuaresma – 25 de Marzo de 2012



Evangelio: Jn 12, 20-33

Cuenta una fábula que un grano de trigo había quedado sobre el campo y fue descubierto por una hormiga, que se dispuso a llevarlo a su nido. El grano de trigo pregunta:
-¿Por qué no me dejas aquí?
-Si te dejo, no voy a tener comida alguna para el invierno. Hay muchas hormigas y cada una de nosotras debe llevar lo que encuentre al depósito de víveres del hormiguero -contestó la hormiga.
-Pero yo no he sido creado para ser comido -respondió el grano de trigo-. Yo soy una semilla llena de fuerza vital para convertirme en una planta. ¡Querida hormiga, hagamos un trato! Si me dejas en mi campo te serán dados, en la próxima cosecha, cien granos como yo.
La hormiga pensó: «Cien granos a cambio de uno… Esto es un milagro». Y preguntó:
-¿Y cómo vas a conseguido?
-Es un secreto -contestó el grano-. El secreto de la vida. ¡En el momento oportuno, haz una pequeña cueva, entiérrame en ella y vuelve pasados unos meses!
Pasados los meses regresó nuevamente la hormiga y comprobó que el grano de trigo había cumplido su promesa.
Esto es una fábula, algo que nunca pudo haber ocurrido, pero no es fábula que un grano de trigo se transforme en una espiga.
Tampoco es fábula el que un gusano de seda, después de encerrarse en un capullo, se transforme en una hermosa mariposa.
No es fábula el que después de la noche venga el día, que después del invierno venga la primavera y que los árboles, de los que han caído en otoño las hojas secas, se llenen en primavera de flores y de hojas verdes.
Son las transformaciones tan maravillosas que hay en la naturaleza. Lo que sucede es que, como se repiten tantas veces, ya no nos llaman la atención. Imaginaos que siempre fuera de noche y que una vez al año saliera el sol. Sería un espectáculo. Sería un día de fiesta, algo maravilloso; pero, como el sol sale todos los días, no nos llama la atención.
Todas esas transformaciones Dios las hace para bien del hombre. ¿Por qué, pues, cuando muramos, no va a hacer, por bien nuestro, una transformación para que sigamos viviendo?
Dios nos ama. Nos hizo demasiados regalos, detalles de su amor, como para que al final nos deje convertidos para siempre en pura chatarra…
Pero es que además es justo que sigamos viviendo. Como decía José de su hija Socorro que le había cuidado durante 22 años, porque estaba parapléjico: «A mi hija no hay dinero que la pague» Es justo que sigamos viviendo para que Dios nos pague lo que nadie puede pagarnos.
Es justo que sigamos viviendo para que cada uno reciba lo que merezca, ya que en este mundo no hay verdadera justicia.
Por otra parte, Cristo, que murió por nosotros en la cruz, dándonos así la prueba más grande de amor que pueda dársenos dice: Yo soy la resurrección y la vida, El que cree en mí no morirá para siempre.
Por estas palabras de Jesús cantamos en un Prefacio de la Misa de difuntos: «La vida de los que creemos en ti, Señor, no termina; se transforma».
Hermanas y hermanos: es necesario y vale la pena que muera el grano de trigo para que se transforme en fruto abundante; y es necesario que muramos nosotros para que nuestra vida se transforme en una vida de abundante felicidad. Es la vida en plenitud, la vida en la gloria.

domingo, 11 de marzo de 2012

El “corazón sincero”: cuna del culto verdadero

Dios ni se compra ni se vende, Él se regala



Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio.»
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
«El celo por tu Casa me consumirá».
Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»
Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero Él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.

Compartiendo la Palabra


LA INDIGNACIÓN DE JESÚS

Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.

Jesús se llena de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos ingresos, y donde los peregrinos tratan de "comprar" a Dios con sus ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios».

Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.

No pensemos que Jesús está condenando una religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna.

Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando solo su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el Misterio de Dios de manera mercantil.

Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.

Domingo 3º de Cuaresma – 11 de Marzo de 2012



Evangelio: Jn 2, 13-25

Desde pequeños nos han enseñado que el “Templo de Dios” es la iglesia. Y por iglesia entendíamos la parroquia, o en su lugar la capilla, que estaba más cerca de nuestra casa.
Se suponía, o así no decían, que ahí teníamos que ir para encontrarnos con Dios, ya que el templo era la “casa de Dios”.
Nuestra casa familiar podía ser más agradable o desagradable, dependía de las relaciones entre las personas. Pero la “casa de Dios” casi siempre resultaba mucho más fría. Todos mirando hacia adelante, sin vernos las caras, escuchando cosas que apenas entendíamos y respondiendo con frases ya hechas cuyo sentido no llegábamos a entender.
El templo lo entendemos como lugar de reunión, de oración, de celebración de los sacramentos y culto a Dios. Donde se utiliza un lenguaje que nada o poco tiene que ver con nuestra vida cotidiana.
El Evangelio de este domingo nos presenta a un Jesús distinto del que estamos acostumbrados a ver: un Jesús airado, enfadado y hasta violento con aquellas personas que habían convertido el templo de Dios en un negocio.
El verdadero culto a Dios no es precisamente el que expresamos en las ceremonias religiosas y en el lugar sagrado, sino el que realizamos con los demás antes y después de las ceremonias y fuera del recinto sagrado.
El primer acto de culto a Dios es el amor al prójimo y la defensa de los derechos humano. No olvidemos, como dice San Pablo que las personas, que somos templos de Dios, somos más importantes que los templos materiales.

Lo que Jesús encuentra

Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén, no encuentra gentes que buscan a Dios sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a “vendedores y cambistas” no es sino la reacción del Profeta que se topa con la religión convertida en mercado..
No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías, fustigando a las gentes, con un látigo en la mano. Y, sin embargo, ésta es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa, que no sea su propio egoísmo.

Hace unos días unos amigos me comentaban un anuncio que aparece en la prensa con cierta frecuencia: “Reza nueve Avemarías durante nueve días, pide tres deseos, uno de negocios y dos imposibles, al noveno día publica este aviso. Se cumplirán aunque no lo creas”… Creo que los que estamos aquí no llegamos hasta ese nivel de degradación…, pero ¿no hay mucho de “cambista”, de comercio en nuestras relaciones con Dios? ¿No tenemos que decir que nuestras relaciones con Dios se rigen por la norma “te doy para que me des? ¿No queremos comprar a Dios cuando le hacemos diversas promesas para obtener algo y nos sentimos decepcionados y hasta airados porque no nos ha concedido lo que deseamos?
Los mercaderes del templo, son más numerosos de lo que ordinariamente se piensa. Y la operación limpieza habrá que realizarla muy a fondo. Es preciso decirlo bien claro: en la iglesia no se permite hacer ningún comercio. Ni siquiera de “géneros de eternidad” y otros afines.

Me explico. Hay gente que va a la Iglesia con el único afán de arreglar los asuntos concernientes a la vida futura. Se le dirige a Dios un discurso de este estilo: “Tú me das un rincón en el paraíso, suponiendo que exista… y yo te lo pagaré con misas, sacrificios… o con una peregrinación, o con lo que sea. ¡Asunto concluido!
Una mentalidad así, merece latigazos. Dios a nuestra disposición y no nosotros a disposición de Dios.
La operación limpieza sólo se completará cuando logremos erradicar esa mentalidad mercantil, esta concepción egoísta de la religión que nos hace mezquinos y nos transforma en comerciantes a la sombra del templo.
¿Quién tiene derecho a estar en el templo? Podríamos contestar qué sólo aquellos que saben estar fuera, con un estilo de vida cristiano (ayudando a los demás, perdonando los roces que puedan producirse, viviendo como hermanos no como jueces implacables para con todos…)

Sólo los que son capaces de reflejar a Dios en la vida de la familia y del pueblo, en la vida de cada día, pueden pasar el dintel de la Iglesia.
Fuera es donde hemos de demostrar que sabemos estar en la Iglesia. Fuera es donde se adquiere el billete de entrada en la Iglesia.
A pesar de las apariencias no es fácil entrar y permanecer en el templo. El gesto y las palabras de Jesús así lo demuestran.

Con Dios no se comercia

Lo peor de la escena del evangelio de hoy, es la tentación de convertirnos en espectadores que piensan que lo que se dice aquí se refiere a otros. Quizás a los curas que con sus aranceles por bodas, funerales y misas han convertido el templo en un mercado…; o los que venden medallas en los santuarios… Y ante ellos, comentamos: “bien hecho, ya lo había dicho yo siempre, que era una vergüenza este comercio”…
Desde esta actitud no captamos el significado de este episodio.
Nadie puede creerse dispensado de esta limpieza.
¿Quién de nosotros está seguro de no abusar del templo?
¿Quién de nosotros puede decir que alguna vez no haya comerciado con Dios?
¿Quién de nosotros puede decir que no ha ido alguna vez a la iglesia sólo para sentirse bien, tranquilo?
El gesto de Jesús se entiende sólo si nos colocamos entre los destinatarios de su ira.
Lo que impresiona en las palabras de Jesús es la alternativa entre “casa de mi Padre” (o “casa de oración”) y “mercado” (o “cueva de bandidos”).
El templo que no es casa de oración, se convierte en mercado.
Ese término de “mercado” no se refiere solamente al tráfico que se desarrolla a la sombra del templo, sino también a un cierto tipo de religiosidad.
Con Dios no se comercia, como se hace con los vendedores para el sacrificio.
No se enderezan las cosas torcidas rezando un salmo. Las cosas torcidas sólo se enderezan mejorándolas.
No se puede ir en peregrinación al templo y después continuar calumniando y mintiendo.
No se puede ser sincero con Dios cuando se engaña a los propios semejantes.
Dios no quiere las genuflexiones de quien pisotea después la justicia.
No se va a la Iglesia para huir de los propios compromisos sociales y familiares, sino precisamente para tomar conciencia de las propias responsabilidades.
En otras palabras lo que se condena es el templo como refugio.
Lo que se desautoriza es el aspecto tranquilizador de determinadas prácticas religiosas.
Lo que se denuncia es la piedad como coartada. Un culto de este género es un culto mentiroso y la seguridad que proporciona es una falsa seguridad.
En este sentido la purificación del templo se traduce en desenmascarar la hipocresía de esas personas religiosas que creen ponerse en regla con Dios, por el hecho de hacer unas prácticas religiosas concretas…
Jesús deja intuir, refiriéndose a Jeremías, que el problema es el de modificar la conducta, no el multiplicar rezos o aumentar ofrendas.
La alternativa al templo “cueva de bandidos” es el templo abierto, no ciertamente a las personas perfectas, sino a las personas que quieren vivir en fidelidad, en transparencia y sinceridad y que buscan en Dios no a un “cómplice” dispuesto a cerrar los ojos ante ciertos hechos y conductas, sino alguien que guía por el camino de la rectitud.
Cada persona, TODA persona es templo de Dios. Es en nuestra relación con los demás donde manifestamos nuestra auténtica relación con Dios.

sábado, 10 de marzo de 2012

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-3. 11b-32

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-3. 11b-32

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo entonces esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde".Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros".
Entonces partió y volvió a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo".
Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso.
Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo.
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!"
Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado ».


Compartiendo la Palabra


Henri J.M. Nouwen ha desgranado con una maestría admirable el contenido de este texto bíblico inmortalizado por Rembrandt en el cuadro “El Regreso del Hijo Pródigo”. Y llega a decir: “En él está todo el evangelio. En él está toda mi vida y la de mis amigos. Este cuadro se ha convertido en una misteriosa ventana a través de la cual puedo poner un pie en el Reino de Dios”.

Esta parábola nos hace entrar en el mundo de las relaciones familiares, de las que cualquier lector puede hablar por experiencia. Habla de herencia, tema siempre delicado en la armonía de las familias. Habla de un hijo, el menor, que quiere disfrutar cuanto antes del patrimonio, y habla de un padre que, en un alarde de enorme generosidad, le entrega su parte; lo malgasta todo y cuando se ve en la ruina física y moral, se acuerda de su padre y le pide perdón.

El mayor, por su parte, cree que ha hecho méritos suficientes para ganarse todo el amor del padre, pues no ha faltado ni a uno solo de sus mandatos y por tanto tiene que ser recompensado. De su hermano no quiere ni saber.

Jesús revela su experiencia de Dios como Padre, un padre que ama con igual medida tanto a su hijo mayor como al menor.

Lo escandaloso de la parábola es cómo Jesús muestra al hijo menor acaparando el amor del padre a pesar de todo lo que ha hecho.

Es el legalismo el que no permite al hijo mayor descubrir la gratuidad del amor divino, un amor que no se exige como pago a una buena conducta, sino que se recibe como gracia.

Hace años en un encuentro de los cursillos de cristiandad oí el testimonio de un hombre, camionero de profesión, que dijo: “Yo he vivido en mi familia esta parábola, pero al revés: yo eché a mi hijo de casa. Escuchando hoy la lectura de este evangelio me he dado cuenta de mi gran error”. Las lágrimas no le dejaron continuar. Pero todos entendimos que este hombre, curtido en la dura vida de la carretera, había llegado a entender el corazón de Dios.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 20, 17-28



Mientras Jesús subía a Jerusalén, llevó consigo a los Doce, y en el camino les dijo: «Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que se burlen de Él, lo azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día resucitará».
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante Él para pedirle algo.
«¿Qué quieres?», le preguntó Jesús.
Ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda».
«No saben lo que piden», respondió Jesús. «¿Pueden beber el cáliz que Yo beberé?»
«Podemos», le respondieron.
«Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre».
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud».

Compartiendo la Palabra


La liturgia selecciona los textos bíblicos que leemos cada día en la celebración de la Eucaristía con la intención de que pongamos nuestra atención en los aspectos fundamentales de nuestra fe. Son textos que en este camino cuaresmal nos ayudan a entender y vivir mejor el Misterio de la Pascua.

En ese contexto de la Pasión y Muerte del Señor hay que entender la escena de los hermanos Zebedeo que buscan privilegios en el seguimiento de Jesús. La meta del cristiano es servir y dar la vida siendo el último, como hizo su Maestro y Señor.

Estamos ante el tercer anuncio de la Pasión. Desde aquí el evangelio queda totalmente orientado hacia la Pascua de Jesús y su victoria sobre la muerte.

Este anuncio introduce la enseñanza de Jesús acerca del servicio. La actitud de Jesús caminando hacia Jerusalén para entregar su vida contrasta con el egoísmo de los dos hermanos que buscan los puestos de honor. Los demás discípulos sienten envidia ante la petición, por eso se enfadan. No han entendido aún lo que quiere decirles Jesús con su servicio a los más pequeños y su entrega hasta la cruz.

Uno se queda admirado de la actualidad de la palabra de Dios. Si lo miramos bien, a todos los niveles de la sociedad y de la vida de las personas por más religiosas y creyentes que seamos, nos acecha un deseo mal disimulado de ser más que los demás y de que los demás se pongan a nuestro servicio.

domingo, 4 de marzo de 2012

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 9, 2-10



Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».

Compartiendo la Palabra


LIBERAR LA FUERZA DEL EVANGELIO

El relato de la "Transfiguración de Jesús" fue desde el comienzo muy popular entre sus seguidores. No es un episodio más. La escena, recreada con diversos recursos de carácter simbólico, es grandiosa. Los evangelistas presentan a Jesús con el rostro resplandeciente mientras conversa con Moisés y Elías.

Los tres discípulos que lo han acompañado hasta la cumbre de la montaña quedan sobrecogidos. No saben qué pensar de todo aquello. El misterio que envuelve a Jesús es demasiado grande. Marcos dice que estaban asustados.

La escena culmina de forma extraña: «Se formó una nube que los cubrió y salió de la nube una voz: Este es mi Hijo amado. Escuchadlo». El movimiento de Jesús nació escuchando su llamada. Su Palabra, recogida más tarde en cuatro pequeños escritos, fue engendrando nuevos seguidores. La Iglesia vive escuchando su Evangelio.

Este mensaje de Jesús, encuentra hoy muchos obstáculos para llegar hasta los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Al abandonar la práctica religiosa, muchos han dejado de escucharlo para siempre. Ya no oirán hablar de Jesús si no es de forma casual o distraída.

Tampoco quienes se acercan a las comunidades cristianas pueden apreciar fácilmente la Palabra de Jesús. Su mensaje se pierde entre otras prácticas, costumbres y doctrinas. Es difícil captar su importancia decisiva. La fuerza liberadora de su Evangelio queda a veces bloqueada por lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.

Sin embargo, también hoy, lo único decisivo que podemos ofrecer los cristianos a la sociedad moderna es la Buena Noticia proclamada por Jesús, y su proyecto de una vida más sana y digna. No podemos seguir reteniendo la fuerza humanizadora de su Evangelio.

Hemos de hacer que corra limpia, viva y abundante por nuestras comunidades. Que llegue hasta los hogares, que la puedan conocer quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, que la puedan escuchar quienes viven sin esperanza.

Hemos de aprender a leer juntos el Evangelio. Familiarizarnos con los relatos evangélicos. Ponernos en contacto directo e inmediato con la Buena Noticia de Jesús. En esto hemos de gastar las energías. De aquí empezará la renovación que necesita hoy la Iglesia.

Cuando la institución eclesiástica va perdiendo el poder de atracción que ha tenido durante siglos, hemos de descubrir la atracción que tiene Jesús, el Hijo amado de Dios, para quienes buscan verdad y vida. Dentro de pocos años, nos daremos cuenta de que todo nos está empujando a poner con más fidelidad su Buena Noticia en el centro del cristianismo.