domingo, 29 de agosto de 2010

Evangelio Dominical"El que se enaltece serà humillado y el que se humillare serà enaltecido".


Señor, tú revelas tus secretos a los humildes” (Eclo 3, 20).Queridos amigos y hermanos del blog:


Muchas veces tenemos la tentación de competir y sobresalir, de deslumbrar a los demás, de querer hacer gala de privilegios y de sobresalir sobre los otros, con nuestras actitudes: “aquí estoy yo”. En este 22º Domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia, a través de la Palabra de Dios, nos invita a vivir la humildad, una virtud que no está de moda. Jesús, hoy, nos enseña a participar del banquete del Reino imitándolo a él, que es “paciente y humilde de corazón”.La humildad, tanto más oportuna cuanto menos se comprende y practica esta virtud. Ya en el Antiguo Testamento (1ª lectura: Eclo 3, 17-18. 20. 28-29) habla de su necesidad sea en las relaciones con Dios sea en las relaciones con el prójimo. “Hazte pequeño en las grandezas humanas y así alcanzarás el favor de Dios” (ib 18).La humildad no consiste en negar las propias cualidades sino en reconocer que son puro don de Dios; síguese de ahí que cuanto uno tiene más “grandezas humanas”, o sea, es más rico en dotes, tanto más debe humillarse reconociendo que todo le ha sido dado por Dios. Hay luego “grandezas” puramente accidentales provenientes del grado social o del cargo que se ocupa; aunque nada añadan éstas al valor intrínseco de la persona, el hombre tiende a hacer de ellas un timbre de honor, un escabel sobre el que levantarse sobre los otros.“Hijo mío –amonesta la Escritura-, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán” (ib 17). Como la humildad atrae a sí el amor, la soberbia lo espanta; los orgullosos son aborrecibles a todos. Si luego el hombre deja arraigar en sí la soberbia, ésta se hace en él como una segunda naturaleza, de modo que no se da ya cuenta de su malicia y se hace incapaz de enmienda.Por eso Jesús anatematiza todas las formas de orgullo, sacando a luz su profunda vanidad. Así sucedió cuando, invitado a comer por un fariseo, veía a los invitados precipitarse a ocupar los primeros puestos (Lc 14, 1. 7-14). Escena ridícula y desagradable, pero verdadera. ¿Puede acaso un puesto hacer al hombre mayor o mejor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a enmascarar su pequeñez con la dignidad del puesto. Por lo demás, esto le expone a más fáciles humillaciones, porque antes o después no faltará quien haga notar que ha pretendido demasiado.Es lo que enseña Jesús diciendo: “Cuando te conviden, ve a sentarte en el último puesto… Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (ib 10-11). Puede parecer todo esto muy elemental; sin embargo, la vida de muchos, aun cristianos, se reduce a una carrera hacia los primeros puestos. Y no les faltan motivos para justificarlo, a título de bien, de apostolado y hasta de gloria de Dios. Pero si tuviesen el valor de examinarse a fondo, descubrirían que se trata sólo de vanidad.Jesús dirige otra lección a su huésped: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado” (ib 12). Jesús invierte por completo la mentalidad corriente. El mundo reserva sus invitaciones a las personas que lo honran por su dignidad o de las que puede esperar algún provecho; conducta inspirada en la vanidad y el egoísmo. Pero el discípulo de Cristo debe conducirse al revés: invitar a los “pobres, lisiados, cojos y ciegos, o sea, a gente necesitada de ayuda e incapaz de “pagar” lo recibido.De este modo podrá decirse no sólo honrado, sino “dichoso” (ib 13-14). Es imposible cambiar la mentalidad hasta este punto si no se está convencido profundamente de que los valores son verdaderos sólo en la medida en que pueden ordenarse a los eternos, y que la vida terrena no es más que una peregrinación hacia la “ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celeste” donde los justos –los humildes y caritativos- están “inscritos en el cielo” (2ª lectura, Heb 12, 18-19. 22-24a).Vayamos terminando con una reflexión de san Agustín que hacemos oración: “Inclina, Señor tu oído y escúchame… Tú inclinas el oído, si yo no me engrío. Te acercas al humillado y te apartas lejos del exaltado, a menos que no hayas exaltado tú al antes que se humilló. Oh Dios, inclina hacia nosotros tu oído. Tú estás arriba, nosotros abajo. Tú te hallas en la altura, nosotros en la bajeza, pero no abandonados, pues has mostrado tu amor con nosotros, porque aún siendo pecadores, Cristo murió por nosotros… ‘Inclina, Señor, tu oído y escúchame, porque soy pobre y desvalido’. Luego no inclinas el oído al rico, sino al pobre y desvalido, al humilde y al que confiesa; al que necesita misericordia. No inclinas tu oído al hastiado y al engreído, al que se jacta como si nada le faltase” (In Ps 85, 2).La vivencia profunda de estas verdades hará que estemos unidos con todos nuestros hermanos, hasta con los más lejanos, hasta con aquellos que nosotros mismos hemos tratado de manera diferente. Viviendo la humildad a la manera de Jesús nos enseñará a amar verdaderamente a todos, a hacer que se aprovechen de nuestras riquezas los hermanos menos favorecidos, y llegaremos a amarlos fraternalmente de verdad. Aún más, que compartamos con ellos nuestros bienes, que corramos a ofrecérselos suplicándoles que los acepten.Jesús siendo Dios se hizo hombre, siendo libre se hizo esclavo, siendo grande se hizo pequeño, siendo fuerte se hizo débil, siendo el Maestro le lavó los pies a los discípulos… ¿y nosotros?...Con mi bendición.

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