domingo, 27 de mayo de 2012

Pentecostès dìa de fiesta!!!!!!

 El Pentecostés cristiano celebra el don del Espíritu, que es “Señor y dador de vida”. En un comienzo, la fiesta hebrea de Pentecostés -siete semanas, o 50 días, después de Pascua- era la fiesta de la cosecha del trigo (cf Éx 23,16; 34,22). Más tarde, se le asoció el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. Pentecostés pasó de fiesta agrícola a ser progresivamente una fiesta histórica: un memorial de los grandes momentos de la alianza de Dios con su pueblo (ver Noé, Abrahán, Moisés y los profetas Jeremías 31,31-34, Ezequiel 36,24-27…). Es importante subrayar la nueva perspectiva con respecto a la Ley y a la manera de entender y vivir la alianza. La Ley era un don del que Israel estaba orgulloso, pero se trataba de una etapa transitoria, insuficiente. 


Era preciso avanzar hacia la interiorización de la Ley, un camino que alcanza su cumbre en el don del Espíritu Santo, que se nos da, como nuevo criterio normativo, como verdadero y definitivo principio de vida nueva. En torno a la Ley, Israel se formó como pueblo. En la nueva familia de Dios, la cohesión ya no viene de un ordenamiento exterior, por excelente que este sea, sino desde dentro, desde el corazón, en virtud del amor que el Espíritu nos da, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5). Gracias a Él, “somos hijos de Dios” y exclamamos “¡Abá, Padre!” Somos el pueblo de la nueva alianza, llamados a vivir una vida nueva, en virtud del Espíritu, que nos hace familia de Dios, con la dignidad de hijos y herederos (Rm 8,15-17).


A esta dignidad debe corresponder un estilo de vida coherente. Pablo (II lectura) describe con palabras concretas dos estilos de vida diferentes y opuestos, según la opción de cada uno: las obras de la carne (v. 19-21) o los frutos del Espíritu (v. 22). Para los que son de Cristo Jesús y viven por el Espíritu, el programa es uno solo: “marchemos tras el Espíritu” (v. 25).


El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos y cristianos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad (de fe y de amor) en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés (I lectura), en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. La gran efusión del Espíritu Santo consagra a los discípulos para ser misioneros del Evangelio en todos los lugares de la tierra. Pueblos diferentes entienden un único lenguaje común a todos (v. 9-11). S. Pablo atribuye al Espíritu la capacidad de hacer que la Iglesia sea una y plural en la diversidad de carismas, ministerios y tareas (cf 1Cor 12,4-6). La Iglesia tiene que afrontar el desafío permanente de ser católica y misionera, de pasar de Babel a Pentecostés, como lo enseña también el Papa Benedicto XVI. (*)


El Espíritu Santo es ciertamente el fruto más hermoso de la Pascua en la muerte y resurrección de Jesús, quien lo sopla sobre los discípulos (Jn 20,22-23). Es el Espíritu del perdón de los pecados y de la misión universal. Es más, Él es el protagonista de la misión (cf RMi cap. III; EN 75s.), confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores. El Espíritu está actuando siempre: en las tareas misionales sencillas y escondidas de cada día, y en los momentos más solemnes, con el objetivo de “renovar el acontecimiento de Pentecostés en las Iglesias particulares”, con miras a un compromiso más firme en la nueva evangelización y en la misión ad gentes.


Para esta misión se nos da el Espíritu como guía “hasta la verdad plena” y como Defensor y Consolador (Evangelio). Estrechamente vinculada a la obra creadora y purificadora del Espíritu, está su capacidad de sanar y curar. Se trata de un poder real y eficaz, para el cual existe una particular sensibilidad en el mundo misionero, aunque a menudo no es fácil discernir. La acción sanadora alcanza a veces también el cuerpo, pero mucho más el espíritu humano, curando las heridas internas y derramando el bálsamo de la reconciliación y de la paz.


Palabra del Papa

(*) “El Espíritu Santo otorga el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros- y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica; esta es su esencia más profunda... El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar continuamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés”.

Benedicto XVI
Homilía en el domingo de Pentecostés, 15.5.2005


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