domingo, 12 de febrero de 2012

La respuesta podría ser un buen test para calificar el estado de salud de nuestra vida religiosa.



Hoy Marcos nos pone frente a un leproso que se encuentra con Jesús. Natural y espontáneamente surge su petición a aquel Hombre cuya fama debía haberle llegado de alguna manera. La petición del leproso encierra un deseo vital. Señor: ¡que quede limpio! Quedar limpio para aquel hombre no era sólo quedar sin enfermedad sino tener la posibilidad de reinsertarse en la vida civil. Volver a ser un hombre normal que pudiera hablar con sus semejantes sin tener que gritarles desde lejos; un hombre que pudiera volver a comer a la mesa con los suyos sin necesidad de consumir su pobre comida a la vera de un camino abandonado. Para aquel hombre, quedar limpio era cierta y verdaderamente volver a la vida.

Comprendemos perfectamente su ruego y nos alegramos muchísimo de que Jesús accediera al mismo.

Cuando se desea algo tan intensamente como lo deseaba el leproso se pide a aquél que puede concederlo con la misma espontaneidad con que lo hizo el leproso del evangelio. Y nosotros, aquí y ahora, ¿qué pedimos a Dios? ¿Qué piden a Dios en sus oraciones los cristianos? Muchos en sus visitas periódicas a tal o cual santo "al que se atribuyen determinadas especialidades piden dinero, así de sencillo, éxito, colocaciones (me imagino que actualmente este capítulo estará en auge, por desgracia), novio o novia (no en vano está la tradición de San Antonio), salud. Otros pedirán en sus devociones contadas y medidas que, por ellas, alcancen el cielo. Todo está muy bien y yo no pretendo criticarlo, quiero simplemente exponerlo.

Todo está bien, pero no es suficiente ni me parece que deba ser exponente de la auténtica relación de un cristiano con Dios. Y para demostrarlo basta ir, como siempre al evangelio. En un momento determinado, los apóstoles le piden al Maestro que les enseñe a orar. Y el Maestro -porque lo era- conociendo como conocía el corazón humano y sabiendo que era lo que más interesaba a ese corazón en la época de su vida terrena, antes y después, les dijo cómo y qué podían pedir al Padre. Repasar, brevemente la oración que Cristo nos enseñó nos dará idea exacta de lo que tenemos que reformar en nuestras peticiones a Dios.

Cierto que en muchísimas ocasiones hemos pedido a Dios que venga su reino, que su nombre sea santificado y que perdone nuestras deudas. También le hemos pedido que el pan nuestro de cada día no nos falte. Pero quizá no es menos cierto que nuestro corazón estaba lejos de nuestra boca cuando esas oraciones se recitaban.

De lo contrario el Reino de Dios sería en los cristianos una realidad mucho más evidente de lo que es y la voluntad de Dios campearía en el mundo, al menos en el mundo que se llama cristiano, convirtiéndolo en una comunidad donde los hombres -que piden la venida del Reino de Dios- empiezan a hacerlo realidad sintiéndose solidarios de los hombres, hermanos de sus hermanos.

Para rezar así, para pedir a Dios lo que Dios quiere que le pidamos me parece fundamental que hoy repitamos insistentemente la frase lapidaria y directa del leproso: Señor ¡que quede limpio!, limpio de egoísmo, de avaricia, de soberbia, de vanidad. Conseguida esa limpieza veríamos claramente cuáles deberían ser nuestras peticiones y cuáles deberíamos enterrar para siempre en el baúl de los recuerdos y no sacarlas nunca de ese lugar en el que deben quedar como reliquias de un pasado en el que la religión tenía mucho de superstición y poco de una decisión que abarca a la totalidad de la persona.

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