El pensamiento de la muerte nos enfrenta a un hecho sobre el que tenemos una seguridad y muchas inseguridades. La seguridad de que moriremos. Las inseguridades de no saber cuándo, ni cómo, ni dónde. Y a todo esto se añade la mayor de todas las inseguridades: ¿hay vida después de la muerte? Y si hay vida ¿en qué consiste esa vida? ¿Cómo será esa vida? ¿Feliz? ¿Desgraciada? Demasiadas preguntas, todas ellas demasiado graves.Desde nuestra fe religiosa, sabemos que la muerte no es el final, sino el paso a otra vida. Pero la fe religiosa no es evidencia, ni seguridad. La fe nos da confianza. Pero una confianza que no suprime las preguntas, ni las dudas, ni las oscuridades. La única seguridad que nos da el Evangelio es ésta: tenemos que centrar y concentrar nuestro interés, nuestras preocupaciones y nuestros esfuerzos no en “mi felicidad” para la “otra vida”, sino en la “felicidad de todos” en “esta vida”. Cuando la muerte se ve como el paso de las miserias de este mundo a la felicidad del cielo, esa visión de la muerte puede justificar la inmolación de un terrorista o, al menos, puede fomentar la desidia del que se desinteresa por el dolor del mundo, ya que lo que importa es la dicha del cielo. Éste es el peor servicio que las creencias religiosas pueden hacer a la humanidad.Esta bien visitar los cementerios el día de los difuntos. Está bien recordar a nuestros seres queridos que murieron. Pero lo más apremiante que nos debe recordar el día de los difuntos es que, ahora mismo, hay en el mundo más de ochocientos millones de seres humanos a los que les espera una muerte temprana e injusta. Una muerte que no esta lejos y que se podría evitar. Una muerte espantosa porque espantoso tiene que ser morir de hambre. Es desagradable añadir mas tristeza a la natural tristeza del día de los difuntos. Pero es más humano pensar que a los difuntos ya no podemos hacerles otra cosa que honrar su memoria. Lo mas humano sería sustituir el día de todos los muertos por el día de todos los moribundos, cuya muerte se podría retrasar, dignificar o, en todo caso, aliviar.
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