1.- No hay momento tan especial en la liturgia de la Iglesia como esta misa de medianoche en la conmemoración de la Natividad del Señor. Y no me refiero tanto –aunque también—a la belleza de la celebración en sí y de sus textos, todos, desde las lecturas bíblicas hasta las diferentes oraciones de la misa. Y aun siendo todo ello de una gran belleza y fuerza en su contenido, tengo que decir que somos todos nosotros, los presentes en tan hermosa y alegre eucaristía, quienes damos un especial realce a lo que celebramos ahora. Estamos alegres, hay muchos jóvenes y no pocos niños entre nosotros, muchos hemos puesto nuestros mejores trajes y vestidos, como aquel que va a una gran fiesta. Otros, más confortables, han preferido que el espacio del templo fuese una continuación de su hogar, donde se acaba de celebrar la cena de Nochebuena y visten como si en su casa estuvieran. Hacen bien. La alegría emerge por doquier y, sin duda, también ha fluido alguna lágrima porque es imposible no recordar algún ser querido que ya no está entre nosotros y que otras veces nos acompañaba en esta formidable y alegre presencia de todos.
2.- Y no es poco importante –y mucho menos frívolo—dar la importancia que tiene a este protagonismo comunitario de todos los que asisten a esta Misa del Gallo, pues, si en condiciones habituales, la presencia de los fieles es lo que da especial significado a la celebración eucarística por lo que tiene de comunión fraterna, de asamblea de hermanos que se aman y de recuerdo de la hermosísima y prometedora frase de Cristo: “Cuando dos o más os reunáis en mi nombre ahí estaré Yo en medio de vosotros”, pues hoy mucho más, recién llegados de nuestras casas como vinieron los pastores en aquella noche, nos convertimos –para bien y en sana humildad—en protagonistas de la noche.
3.- Claro que no hay más que recordar bien el evangelio, la narración de San Lucas sobre el Nacimiento del Niño Jesús para entender que no puede haber más que un protagonista y ese no es otro que ese tierno bebé nacido en la cueva de Belén. Es un impresionante ir y venir de ángeles y pastores. La noche –la Gran noche—se convierte en algo sin igual. Cielo y tierra se mezclan y, sin duda, la Eternidad se ha abierto para dar paso a la entronización de la Humanidad. El mundo se abre a grandes expectativas de paz y de amor. Y mientras tanto María y José asisten a algo que, tal vez, no entienden, pero que les parece grandioso y, casi, incomprensible.
Y el texto de Isaías, del capítulo 9, refleja el antecedente al texto de Lucas: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierras de sombra, y una luz les brilló…” Esa es la luz que brilló durante la noche en la comarca de Belén, la que vieron los pastores y la gente humilde. Y que no fueron capaces de ver los ricos y los bien aposentados, tanto de Belén, como del resto del mundo. Pero quienes vieron la luz pudieran acudir a contemplar al Niño y sin saber tampoco muy bien lo que ocurría experimentaron una alegría, desconocida, misteriosa y sin límites. Y eso es lo que experimentamos todos nosotros, aquí esta Noche Buena, esta Buena Noche.
4.-Nuestra espera a lo largo de todo el Adviento toma todo su sentido. El Salvador del mundo ha llegado en forma de débil Niño. Y nosotros, aquí y ahora, intuimos que tenemos que esperar otra venida: un día el Niño Dios volverá envuelto de poder y majestad para hacer justicia en este mundo e iniciar la vida feliz, que no cesa, en esa Jerusalén celestial que también nos llegará plena de luz. No seamos tímidos. Demostremos nuestra alegría total: un Niño nos ha nacido.
2.- Y no es poco importante –y mucho menos frívolo—dar la importancia que tiene a este protagonismo comunitario de todos los que asisten a esta Misa del Gallo, pues, si en condiciones habituales, la presencia de los fieles es lo que da especial significado a la celebración eucarística por lo que tiene de comunión fraterna, de asamblea de hermanos que se aman y de recuerdo de la hermosísima y prometedora frase de Cristo: “Cuando dos o más os reunáis en mi nombre ahí estaré Yo en medio de vosotros”, pues hoy mucho más, recién llegados de nuestras casas como vinieron los pastores en aquella noche, nos convertimos –para bien y en sana humildad—en protagonistas de la noche.
3.- Claro que no hay más que recordar bien el evangelio, la narración de San Lucas sobre el Nacimiento del Niño Jesús para entender que no puede haber más que un protagonista y ese no es otro que ese tierno bebé nacido en la cueva de Belén. Es un impresionante ir y venir de ángeles y pastores. La noche –la Gran noche—se convierte en algo sin igual. Cielo y tierra se mezclan y, sin duda, la Eternidad se ha abierto para dar paso a la entronización de la Humanidad. El mundo se abre a grandes expectativas de paz y de amor. Y mientras tanto María y José asisten a algo que, tal vez, no entienden, pero que les parece grandioso y, casi, incomprensible.
Y el texto de Isaías, del capítulo 9, refleja el antecedente al texto de Lucas: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierras de sombra, y una luz les brilló…” Esa es la luz que brilló durante la noche en la comarca de Belén, la que vieron los pastores y la gente humilde. Y que no fueron capaces de ver los ricos y los bien aposentados, tanto de Belén, como del resto del mundo. Pero quienes vieron la luz pudieran acudir a contemplar al Niño y sin saber tampoco muy bien lo que ocurría experimentaron una alegría, desconocida, misteriosa y sin límites. Y eso es lo que experimentamos todos nosotros, aquí esta Noche Buena, esta Buena Noche.
4.-Nuestra espera a lo largo de todo el Adviento toma todo su sentido. El Salvador del mundo ha llegado en forma de débil Niño. Y nosotros, aquí y ahora, intuimos que tenemos que esperar otra venida: un día el Niño Dios volverá envuelto de poder y majestad para hacer justicia en este mundo e iniciar la vida feliz, que no cesa, en esa Jerusalén celestial que también nos llegará plena de luz. No seamos tímidos. Demostremos nuestra alegría total: un Niño nos ha nacido.
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