Estad siempre alegres”, nos aconseja San Pablo.
“En mi Dios está la alegría de mi alma porque me ha vestido con la túnica de la salvación” y “Desbordo de gozo en el Señor, me alegro con mi Dios”, canta Isaías.
A los creyentes y a los profesionales de la religión nos falta la virtud de la alegría. Una vida cristiana sana y plena tiene que vivirse con alegría porque Dios, fuente de todo bien, es también la fuente de la alegría y de la paz.
Les aseguro que Dios se ríe de nuestros sermones y de las mil tonterías que los hombres decimos de él. ¿Por qué no reírnos aquí y ahora?
Cierto, el país no está para fiestas dicen los políticos, pero el cristiano tiene muchos motivos para estar alegre y de fiesta porque la alegría no está ligada al tener muchos bienes, fama o reconocimiento social sino ligada al ser con y para Jesús.
Hoy, domingo de la luz, tenemos encendida la tercera velita del Adviento y la llamamos: Alegría.
A mí me asusta la seriedad de los bancos y la seriedad escatológica de los predicadores con sus mensajes tan severos y trascendentes.
Hagamos de la alegría, virtud desterrada de las iglesias, nuestra virtud para esta tercera semana de Adviento. El evangelio no es la receta del No sino la tarjeta de invitación al banquete festivo del Señor.
El rabino Hugo Grynn fue llevado a Auschwitz con su familia cuando era un niño. Una noche fría de invierno el padre de Hugo reunió a la familia en un barracón. Era la primera noche de la fiesta de Hanukkah, fiesta judía de las luces. Hugo contemplaba con horror cómo su padre cogió la última libra de manteca y la convertía con una tira de sus harapos en una vela.
Papá, no, gritaba el niño. Esa manteca es el último alimento que nos queda. ¿Cómo vamos a vivir?
El padre cogió una cerilla y encendió la vela y le dijo a su hijo: Hijo mío, podemos vivir muchos días sin comida. No podemos vivir un minuto sin esperanza. Esta luz representa la esperanza. Nunca dejes que se apague ni aquí ni en ninguna parte.
Estamos aquí porque tenemos esperanza. Estamos aquí para no correr el peligro de ver solo con nuestra débil luz y porque queremos ver con la luz de Cristo.
Juan, hombre misterioso y sin más atributos que su celo y su voz, confiesa a los curiosos que él no es el profeta Elías ni el profeta soñado por el pueblo y anunciado en la Escritura, él es, oh maravilla, una voz, un testigo del hombre enviado por Dios. Juan no era la luz, pero vino para ser testigo de la luz, nos dice el evangelio.
Juan no menciona el nombre de Jesús, dice simplemente “detrás de mí viene uno que no conocéis”.
Invitación a todos los que viven totalmente ajenos a lo religioso y a los que ignoran a Jesús que este Jesús es el mensaje, la Buena Noticia, a pesar de que cada día es menos conocido y menos seguido y que Juan Bautista y todos nosotros los que lo proclamamos y creemos en él somos simplemente sus mensajeros.
Juan Bautista dice que él no es el Cristo, el Mesías, y nosotros tampoco lo somos. No podemos salvar. Somos la voz en el desierto de la increencia que anuncia la luz, al Salvador.
Voz que además de denunciar la avaricia que guía el actuar de los hombres de todos los tiempos y a no dejarnos embaucar por la propaganda consumista y a no vivir seducidos por el imperio efímero de las modas y de lo último, los cristianos somos la voz que avisa y señala el camino inesperado por donde llega el Señor hasta nosotros.
Tercera semana de Adviento, ya cercana la ajetreada Navidad, necesitamos escuchar al predicador del Adviento, a Juan Bautista, para, desde la humildad, reconocer nuestro insignificante e importante papel en esta historia de salvación, para reaprender el sentido de la Navidad que es mucho más que una fiesta de lo ya sabido, de lo archirepetido año tras año, tan familiar que no le damos importancia, para celebrar el encuentro con el Santo de Dios.
Los cristianos no tenemos que ser invisibles como los agentes del Servicio Secreto porque los testigos son visibles y sus voces son audibles.
“Dios no quiere que su Iglesia sea una nevera para preservar una piedad caduca. Dios quiere que sea una incubadora para dar a luz a convertidos”.
A los creyentes y a los profesionales de la religión nos falta la virtud de la alegría. Una vida cristiana sana y plena tiene que vivirse con alegría porque Dios, fuente de todo bien, es también la fuente de la alegría y de la paz.
Les aseguro que Dios se ríe de nuestros sermones y de las mil tonterías que los hombres decimos de él. ¿Por qué no reírnos aquí y ahora?
Cierto, el país no está para fiestas dicen los políticos, pero el cristiano tiene muchos motivos para estar alegre y de fiesta porque la alegría no está ligada al tener muchos bienes, fama o reconocimiento social sino ligada al ser con y para Jesús.
Hoy, domingo de la luz, tenemos encendida la tercera velita del Adviento y la llamamos: Alegría.
A mí me asusta la seriedad de los bancos y la seriedad escatológica de los predicadores con sus mensajes tan severos y trascendentes.
Hagamos de la alegría, virtud desterrada de las iglesias, nuestra virtud para esta tercera semana de Adviento. El evangelio no es la receta del No sino la tarjeta de invitación al banquete festivo del Señor.
El rabino Hugo Grynn fue llevado a Auschwitz con su familia cuando era un niño. Una noche fría de invierno el padre de Hugo reunió a la familia en un barracón. Era la primera noche de la fiesta de Hanukkah, fiesta judía de las luces. Hugo contemplaba con horror cómo su padre cogió la última libra de manteca y la convertía con una tira de sus harapos en una vela.
Papá, no, gritaba el niño. Esa manteca es el último alimento que nos queda. ¿Cómo vamos a vivir?
El padre cogió una cerilla y encendió la vela y le dijo a su hijo: Hijo mío, podemos vivir muchos días sin comida. No podemos vivir un minuto sin esperanza. Esta luz representa la esperanza. Nunca dejes que se apague ni aquí ni en ninguna parte.
Estamos aquí porque tenemos esperanza. Estamos aquí para no correr el peligro de ver solo con nuestra débil luz y porque queremos ver con la luz de Cristo.
Juan, hombre misterioso y sin más atributos que su celo y su voz, confiesa a los curiosos que él no es el profeta Elías ni el profeta soñado por el pueblo y anunciado en la Escritura, él es, oh maravilla, una voz, un testigo del hombre enviado por Dios. Juan no era la luz, pero vino para ser testigo de la luz, nos dice el evangelio.
Juan no menciona el nombre de Jesús, dice simplemente “detrás de mí viene uno que no conocéis”.
Invitación a todos los que viven totalmente ajenos a lo religioso y a los que ignoran a Jesús que este Jesús es el mensaje, la Buena Noticia, a pesar de que cada día es menos conocido y menos seguido y que Juan Bautista y todos nosotros los que lo proclamamos y creemos en él somos simplemente sus mensajeros.
Juan Bautista dice que él no es el Cristo, el Mesías, y nosotros tampoco lo somos. No podemos salvar. Somos la voz en el desierto de la increencia que anuncia la luz, al Salvador.
Voz que además de denunciar la avaricia que guía el actuar de los hombres de todos los tiempos y a no dejarnos embaucar por la propaganda consumista y a no vivir seducidos por el imperio efímero de las modas y de lo último, los cristianos somos la voz que avisa y señala el camino inesperado por donde llega el Señor hasta nosotros.
Tercera semana de Adviento, ya cercana la ajetreada Navidad, necesitamos escuchar al predicador del Adviento, a Juan Bautista, para, desde la humildad, reconocer nuestro insignificante e importante papel en esta historia de salvación, para reaprender el sentido de la Navidad que es mucho más que una fiesta de lo ya sabido, de lo archirepetido año tras año, tan familiar que no le damos importancia, para celebrar el encuentro con el Santo de Dios.
Los cristianos no tenemos que ser invisibles como los agentes del Servicio Secreto porque los testigos son visibles y sus voces son audibles.
“Dios no quiere que su Iglesia sea una nevera para preservar una piedad caduca. Dios quiere que sea una incubadora para dar a luz a convertidos”.
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