Estamos en Semana Santa. Días llenos de la presencia de Jesús que camina hacia su muerte. Hemos escuchado la Pasión de Cristo. El misterio de su amor por nosotros. Acerquémonos a Jesús para participar en nuestro interior de la angustia con que vive estos días.
Jesús está en Jerusalén, le reciben con honores. Celebra la Pascua con sus amigos, les promete que estará siempre presente cuando los que crean en él se reúnan en su nombre, como en aquella mesa, para compartir el pan. Les dice: “vosotros sois mis amigos, amaos unos a otros como yo os amo, en eso os reconocerán como amigos, como discípulos míos”.
Después, la oración en la noche en un huerto de olivos, en soledad, con el abandono y la traición. Jesús ora con inmenso dolor y tristeza, acepta la voluntad del Padre fiel al mensaje salvador que le ha confiado.
Jesús en prisión, torturado, sin defensor alguno, condenado a la muerte más vil. Clavado en la cruz: ”Padre perdónales, no saben lo que hacen”, son las primeras palabras, la súplica al Padre pidiendo el perdón para los que le torturan y le matan.
María su madre está allí, presente en la agonía de su hijo, traspasada de dolor. Jesús le mira con la ternura de siempre y dice al discípulo fiel que le acompaña: “es tu madre, cuídala, recíbela en tu casa”.
Jesús confía en su Padre hasta morir: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Es la muerte de un fracasado que nada puede ante el poder de los que dominan la tierra. Su muerte es la mayor manifestación de su amor. Nos ha amado hasta el final, sin pedirnos nada. Murió amando.
Jesús no era nadie en aquella sociedad. No tenía autoridad alguna, pero presentaba el mensaje que el Padre le había confiado para trasmitirnos.
Se acercó a los pobres, se hizo uno de ellos, él vivó sin familia, sin techo, sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos, a todos les devolvió la dignidad. Llamó bienaventurados a los que trabajen por restablecer la justicia, anunció que serían perseguidos, llevaba en su corazón el fuego del amor a los abandonados, a los excluidos de la sociedad. Sabía que para Dios eran los primeros.
Esto marcó su vida y bastó para convertirle en un hombre peligroso. Había que eliminarlo. Un hombre así es amenaza en una sociedad que ignora a los últimos.
En este hombre deshonrado, torturado, ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a nadie, está la verdad última de Dios. En el amor de ese crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.
Para creer en este Dios, no basta ser piadoso, es necesario tener amor. Hay que seguir sus palabras, identificarnos con su mensaje de liberar a los que sufren, comprometernos con Él en su salvación.
Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta con celebrar la Semana Santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos con ellos, identificarnos con el amor de quien dio la vida por presentar el mensaje liberador de su Dios.
Jesús, muriendo en la cruz hace presente a un Dios sin ningún poder externo, pero lleno de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios lo descubrimos en Jesús, cuando es capaz de amar hasta entregar la vida.
Al ver a Cristo en la cruz, sintamos el amor que nos tiene, que sufre así por nosotros, es el mayor acto de amor a la humanidad, nos pide que sigamos amando como Él nos ama. No consintamos que nadie sufra a nuestro lado y sea tratado injustamente. Dispongámonos a seguirle. Será una respuesta de buena ley.
Jesús está en Jerusalén, le reciben con honores. Celebra la Pascua con sus amigos, les promete que estará siempre presente cuando los que crean en él se reúnan en su nombre, como en aquella mesa, para compartir el pan. Les dice: “vosotros sois mis amigos, amaos unos a otros como yo os amo, en eso os reconocerán como amigos, como discípulos míos”.
Después, la oración en la noche en un huerto de olivos, en soledad, con el abandono y la traición. Jesús ora con inmenso dolor y tristeza, acepta la voluntad del Padre fiel al mensaje salvador que le ha confiado.
Jesús en prisión, torturado, sin defensor alguno, condenado a la muerte más vil. Clavado en la cruz: ”Padre perdónales, no saben lo que hacen”, son las primeras palabras, la súplica al Padre pidiendo el perdón para los que le torturan y le matan.
María su madre está allí, presente en la agonía de su hijo, traspasada de dolor. Jesús le mira con la ternura de siempre y dice al discípulo fiel que le acompaña: “es tu madre, cuídala, recíbela en tu casa”.
Jesús confía en su Padre hasta morir: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Es la muerte de un fracasado que nada puede ante el poder de los que dominan la tierra. Su muerte es la mayor manifestación de su amor. Nos ha amado hasta el final, sin pedirnos nada. Murió amando.
Jesús no era nadie en aquella sociedad. No tenía autoridad alguna, pero presentaba el mensaje que el Padre le había confiado para trasmitirnos.
Se acercó a los pobres, se hizo uno de ellos, él vivó sin familia, sin techo, sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos, a todos les devolvió la dignidad. Llamó bienaventurados a los que trabajen por restablecer la justicia, anunció que serían perseguidos, llevaba en su corazón el fuego del amor a los abandonados, a los excluidos de la sociedad. Sabía que para Dios eran los primeros.
Esto marcó su vida y bastó para convertirle en un hombre peligroso. Había que eliminarlo. Un hombre así es amenaza en una sociedad que ignora a los últimos.
En este hombre deshonrado, torturado, ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a nadie, está la verdad última de Dios. En el amor de ese crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.
Para creer en este Dios, no basta ser piadoso, es necesario tener amor. Hay que seguir sus palabras, identificarnos con su mensaje de liberar a los que sufren, comprometernos con Él en su salvación.
Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta con celebrar la Semana Santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos con ellos, identificarnos con el amor de quien dio la vida por presentar el mensaje liberador de su Dios.
Jesús, muriendo en la cruz hace presente a un Dios sin ningún poder externo, pero lleno de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios lo descubrimos en Jesús, cuando es capaz de amar hasta entregar la vida.
Al ver a Cristo en la cruz, sintamos el amor que nos tiene, que sufre así por nosotros, es el mayor acto de amor a la humanidad, nos pide que sigamos amando como Él nos ama. No consintamos que nadie sufra a nuestro lado y sea tratado injustamente. Dispongámonos a seguirle. Será una respuesta de buena ley.
No hay comentarios:
Publicar un comentario