domingo, 28 de marzo de 2010
Lc 23, 1-49
Y levantándose todos ellos, le llevaron ante Pilato.
Comenzaron a acusarle diciendo: "Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo Rey."
Pilato le preguntó: "¿Eres tú el Rey de los judíos?" El le respondió: "Sí, tú lo dices."
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: "Ningún delito encuentro en este hombre."
Pero ellos insistían diciendo: "Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí."
Al oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo.
Y, al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que por aquellos días estaba también en Jerusalén.
Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar alguna señal que él hiciera.
Le preguntó con mucha palabrería, pero él no respondió nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándole con insistencia.
Pero Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido y le remitió a Pilato.
Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados.
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo
y les dijo: "Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis.
Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte.
Así que le castigaré y le soltaré."
Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: "¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!"
Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato.
Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús,
pero ellos seguían gritando: "¡Crucifícale, crucifícale!"
Por tercera vez les dijo: "Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que le castigaré y le soltaré."
Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes.
Pilato sentenció que se cumpliera su demanda.
Soltó, pues, al que habían pedido, el que estaba en la cárcel por motín y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevará detrás de Jesús.
Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él.
Jesús, volviéndose a ellas, dijo: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos.
Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!
Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos!
Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?"
Llevaban además otros dos malhechores para ejecutarlos con él.
Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen." Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.
Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido."
También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre
y le decían: "Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!"
Había encima de él una inscripción: "Este es el Rey de los judíos."
Uno de los malhechores colgados le insultaba: "¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!"
Pero el otro le respondió diciendo: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?
Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho."
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino."
Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso."
Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.
El velo del Santuario se rasgó por medio
y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" y, dicho esto, expiró.
Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: "Ciertamente este hombre era justo."
Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho.
Estaban a distancia, viendo estas cosas, todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea.
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