I. Después de haber hablado Jesús sobre la necesidad de estar vigilantes, Pedro le preguntó si se refería a ellos, a los más íntimos, o a todos. Y el Señor volvió a insistir en lo imprevisible del momento en que Dios nos llamará para rendir cuentas de la herencia que dejó en nuestras manos: puede venir en la segunda vigilia o en la tercera..., a cualquier hora. Por otro lado, respondiendo a Pedro, señala que su enseñanza se dirige a todos, pero Dios pedirá cuentas a cada uno según sus circunstancias personales y las gracias que recibió. Todos tenemos que cumplir una misión aquí en la tierra, y de ella hemos de responder al final de la vida. Seremos juzgados según los frutos, abundantes o escasos, que hayamos dado. San Pablo lo recordará más tarde a los cristianos de los primeros tiempos: Es forzoso que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o malas obras que haya hecho mientras ha estado revestido de su cuerpo.
El Señor termina sus palabras con esta consideración: A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán. ¿Cuánto nos ha encomendado a nosotros? ¿Cuántas gracias, destinadas a otros, ha querido que pasen por nuestras manos? ¿Cuántos dependen de mi correspondencia personal a las gracias que recibo?... Este pasaje del Evangelio, que leemos en la Misa, es una fuerte llamada a la responsabilidad, pues a todos se nos ha dado mucho. «Cada hombre y cada mujer –señala un literato– es como un soldado que Dios coloca para custodiar una parte de la fortaleza del Universo. Unos están en las murallas y otros en el interior del castillo, pero todos han de ser fieles a su puesto de centinela y no abandonarlo nunca, o de lo contrario el castillo quedaría expuesto a los asaltos del infierno».
El hombre, la mujer responsable no se deja anular por un falso sentimiento de poquedad. Sabe que Dios es Dios, y él, en cambio, un montón de flaquezas, pero esto no lo retrae de su misión en la tierra, que, con la ayuda de la gracia, se convierte en una bendición de Dios: la fecundidad de la familia, que se prolonga más allá de lo que los padres pueden divisar con su mirada; la paternidad y la maternidad espiritual, que se cumple de una manera del todo particular en aquellos que recibieron de Dios una llamada a una entrega total, indiviso corde, y que tiene una inmensa trascendencia para toda la Iglesia y para la humanidad..., y todos, en la plena realización de su propia vocación en medio de sus quehaceres diarios. «Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y este otro... y otro, y otro... Cada vaz más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?».
II. La responsabilidad –poder dar una respuesta a Dios– es signo de la dignidad humana: solo la persona libre puede ser responsable, eligiendo en cada momento, entre múltiples posibilidades, la que es más conforme con el querer divino y, por tanto, con su propia perfección.
La responsabilidad en una persona que vive en medio del mundo ha de referirse, en buena parte, a su trabajo profesional, con el que da gloria a Dios, sirve a la sociedad, consigue los medios necesarios para el sostenimiento de la propia familia y realiza su apostolado personal. Contaba Juan Pablo I en una catequesis, durante su corto pontificado, lo que le sucedió a un hombre de prestigio, profesor de la Universidad de Bolonia. Una tarde le llamó el ministro de Educación y, después de hablar con él, le invitó a quedarse un día más en Roma. El profesor le contestó: «No puedo, tengo mañana clase en la Universidad, y los alumnos me esperan». El ministro le contestó: «Le dispenso yo». Y el profesor: «Usted puede dispensarme, pero yo no me dispenso». Era sin duda un hombre responsable, que no se limitaba a cumplir y a dar el menor número posible de clases. Era de aquellos, comentaba el Pontífice, que podían decir: «Para enseñar el latín a John, no basta conocer el latín, sino que es necesario conocer y amar a John». Y también: «tanto vale la lección cuanto la preparación». Probablemente era un hombre que amaba mucho su trabajo, ¡Cuántas veces tendremos que decir también nosotros «yo no me dispenso»..., aunque nos dispensen las circunstancias!
El sentido de responsabilidad llevará al cristiano a labrarse un prestigio profesional sólido si está aún estudiando o formándose en su oficio, a conservarlo si se encuentra en el pleno ejercicio de la profesión, y a cumplir y a excederse en esas tareas. Esto vale igualmente para la madre de familia, para el catedrático, para el oficinista o para el dependiente. «Cuando tu voluntad flaquee ante el trabajo habitual, recuerda una vez más aquella consideración: “el estudio, el trabajo, es parte esencial de mi camino. El descrédito profesional –consecuencia de la pereza– anularía o haría imposible mi labor de cristiano. Necesito –así lo quiere Dios– el ascendiente del prestigio profesional, para atraer y ayudar a los demás”.
»—No lo dudes: si abandonas tu tarea, ¡te apartas –y apartas a otros– de los planes divinos!».
III. A todo el que se le ha dado mucho... Pensemos en las incontables gracias que hemos recibido a lo largo de la vida, larga o corta, aquellas que conocimos palpablemente, y esa infinidad de dones que nos son desconocidos. Todos aquellos bienes que habíamos de repartir a manos llenas: alegría, cordialidad, ayudas pequeñas pero constantes... Meditemos hoy si nuestra vida es una verdadera respuesta a lo que Dios espera de nosotros.
En la parábola que leemos en este pasaje del Evangelio, el Señor habla de un siervo irresponsable que tenía como justificación de su mala administración una idea falsa: Mi amo tarda en venir. El Señor ha llegado ya y está todos los días entre nosotros. Es a Él a quien en cada jornada dirigimos nuestra mirada para comportarnos como el hijo delante de su Padre, como el amigo delante del Amigo. Y cuando, dentro de un tiempo no muy largo, al fin de la vida, le demos cuenta de la administración que hicimos de sus bienes, se llenará nuestro corazón de alegría al ver esa fila interminable de personas que, con la gracia y nuestro empeño, se acercaron a Él. Comprenderemos que nuestras acciones fueron como «la piedra caída en el lago», con una resonancia inmensa a nuestro alrededor; y esto gracias a la fidelidad diaria a nuestros deberes, quizá no muy brillantes externamente, a la oración y al sencillo pero firme y constante apostolado con los amigos, con los parientes, con aquellos que pasaron cerca de nuestra vida.
De hecho, el mismo Jesús anunció a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que estas porque Yo voy al Padre. San Agustín comenta así estas palabras del Señor: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo». ¡Tantas maravillas lleva a cabo a través de nuestra pequeñez cuando le dejamos! Las obras mayores «consisten esencialmente en dar a los hombres la vida divina, la fuerza del Espíritu y, por lo tanto, en su adopción como hijos de Dios (...). De hecho, Jesús dice: porque Yo voy al Padre. La marcha de Jesús no interrumpe su actividad de salvación del mundo, sino que asegura su crecimiento y expansión; no significa la separación de los suyos, sino su presencia en ellos, real aunque invisible. La unidad con Él, resucitado, es lo que les hace capaces de hacer obras mayores, de reunir a los hombres con el Padre y entre ellos (...). De nosotros depende que Jesús vuelva a pasar por la tierra para cumplir su obra: Él obra a través de nosotros, si le dejamos hacer a Él.
»También para venir por vez primera a la tierra, Dios pidió consentimiento a María, una de nosotros. María creyó: dio su adhesión total a los planes del Padre. Y ¿qué obra dio como fruto su fe? Por su “sí” el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14) en Ella y se hizo posible la salvación de la humanidad». A Nuestra Señora también le pedimos nosotros que nos ayude a cumplir todo aquello que su Hijo nos ha encomendado: un apostolado eficaz en el ambiente en el que nos encontramos.
El Señor termina sus palabras con esta consideración: A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán. ¿Cuánto nos ha encomendado a nosotros? ¿Cuántas gracias, destinadas a otros, ha querido que pasen por nuestras manos? ¿Cuántos dependen de mi correspondencia personal a las gracias que recibo?... Este pasaje del Evangelio, que leemos en la Misa, es una fuerte llamada a la responsabilidad, pues a todos se nos ha dado mucho. «Cada hombre y cada mujer –señala un literato– es como un soldado que Dios coloca para custodiar una parte de la fortaleza del Universo. Unos están en las murallas y otros en el interior del castillo, pero todos han de ser fieles a su puesto de centinela y no abandonarlo nunca, o de lo contrario el castillo quedaría expuesto a los asaltos del infierno».
El hombre, la mujer responsable no se deja anular por un falso sentimiento de poquedad. Sabe que Dios es Dios, y él, en cambio, un montón de flaquezas, pero esto no lo retrae de su misión en la tierra, que, con la ayuda de la gracia, se convierte en una bendición de Dios: la fecundidad de la familia, que se prolonga más allá de lo que los padres pueden divisar con su mirada; la paternidad y la maternidad espiritual, que se cumple de una manera del todo particular en aquellos que recibieron de Dios una llamada a una entrega total, indiviso corde, y que tiene una inmensa trascendencia para toda la Iglesia y para la humanidad..., y todos, en la plena realización de su propia vocación en medio de sus quehaceres diarios. «Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y este otro... y otro, y otro... Cada vaz más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?».
II. La responsabilidad –poder dar una respuesta a Dios– es signo de la dignidad humana: solo la persona libre puede ser responsable, eligiendo en cada momento, entre múltiples posibilidades, la que es más conforme con el querer divino y, por tanto, con su propia perfección.
La responsabilidad en una persona que vive en medio del mundo ha de referirse, en buena parte, a su trabajo profesional, con el que da gloria a Dios, sirve a la sociedad, consigue los medios necesarios para el sostenimiento de la propia familia y realiza su apostolado personal. Contaba Juan Pablo I en una catequesis, durante su corto pontificado, lo que le sucedió a un hombre de prestigio, profesor de la Universidad de Bolonia. Una tarde le llamó el ministro de Educación y, después de hablar con él, le invitó a quedarse un día más en Roma. El profesor le contestó: «No puedo, tengo mañana clase en la Universidad, y los alumnos me esperan». El ministro le contestó: «Le dispenso yo». Y el profesor: «Usted puede dispensarme, pero yo no me dispenso». Era sin duda un hombre responsable, que no se limitaba a cumplir y a dar el menor número posible de clases. Era de aquellos, comentaba el Pontífice, que podían decir: «Para enseñar el latín a John, no basta conocer el latín, sino que es necesario conocer y amar a John». Y también: «tanto vale la lección cuanto la preparación». Probablemente era un hombre que amaba mucho su trabajo, ¡Cuántas veces tendremos que decir también nosotros «yo no me dispenso»..., aunque nos dispensen las circunstancias!
El sentido de responsabilidad llevará al cristiano a labrarse un prestigio profesional sólido si está aún estudiando o formándose en su oficio, a conservarlo si se encuentra en el pleno ejercicio de la profesión, y a cumplir y a excederse en esas tareas. Esto vale igualmente para la madre de familia, para el catedrático, para el oficinista o para el dependiente. «Cuando tu voluntad flaquee ante el trabajo habitual, recuerda una vez más aquella consideración: “el estudio, el trabajo, es parte esencial de mi camino. El descrédito profesional –consecuencia de la pereza– anularía o haría imposible mi labor de cristiano. Necesito –así lo quiere Dios– el ascendiente del prestigio profesional, para atraer y ayudar a los demás”.
»—No lo dudes: si abandonas tu tarea, ¡te apartas –y apartas a otros– de los planes divinos!».
III. A todo el que se le ha dado mucho... Pensemos en las incontables gracias que hemos recibido a lo largo de la vida, larga o corta, aquellas que conocimos palpablemente, y esa infinidad de dones que nos son desconocidos. Todos aquellos bienes que habíamos de repartir a manos llenas: alegría, cordialidad, ayudas pequeñas pero constantes... Meditemos hoy si nuestra vida es una verdadera respuesta a lo que Dios espera de nosotros.
En la parábola que leemos en este pasaje del Evangelio, el Señor habla de un siervo irresponsable que tenía como justificación de su mala administración una idea falsa: Mi amo tarda en venir. El Señor ha llegado ya y está todos los días entre nosotros. Es a Él a quien en cada jornada dirigimos nuestra mirada para comportarnos como el hijo delante de su Padre, como el amigo delante del Amigo. Y cuando, dentro de un tiempo no muy largo, al fin de la vida, le demos cuenta de la administración que hicimos de sus bienes, se llenará nuestro corazón de alegría al ver esa fila interminable de personas que, con la gracia y nuestro empeño, se acercaron a Él. Comprenderemos que nuestras acciones fueron como «la piedra caída en el lago», con una resonancia inmensa a nuestro alrededor; y esto gracias a la fidelidad diaria a nuestros deberes, quizá no muy brillantes externamente, a la oración y al sencillo pero firme y constante apostolado con los amigos, con los parientes, con aquellos que pasaron cerca de nuestra vida.
De hecho, el mismo Jesús anunció a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que estas porque Yo voy al Padre. San Agustín comenta así estas palabras del Señor: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo». ¡Tantas maravillas lleva a cabo a través de nuestra pequeñez cuando le dejamos! Las obras mayores «consisten esencialmente en dar a los hombres la vida divina, la fuerza del Espíritu y, por lo tanto, en su adopción como hijos de Dios (...). De hecho, Jesús dice: porque Yo voy al Padre. La marcha de Jesús no interrumpe su actividad de salvación del mundo, sino que asegura su crecimiento y expansión; no significa la separación de los suyos, sino su presencia en ellos, real aunque invisible. La unidad con Él, resucitado, es lo que les hace capaces de hacer obras mayores, de reunir a los hombres con el Padre y entre ellos (...). De nosotros depende que Jesús vuelva a pasar por la tierra para cumplir su obra: Él obra a través de nosotros, si le dejamos hacer a Él.
»También para venir por vez primera a la tierra, Dios pidió consentimiento a María, una de nosotros. María creyó: dio su adhesión total a los planes del Padre. Y ¿qué obra dio como fruto su fe? Por su “sí” el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14) en Ella y se hizo posible la salvación de la humanidad». A Nuestra Señora también le pedimos nosotros que nos ayude a cumplir todo aquello que su Hijo nos ha encomendado: un apostolado eficaz en el ambiente en el que nos encontramos.
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