domingo, 31 de mayo de 2009

CATEQUESIS DE PENTECOSTÉS




1. En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). La tarde del día de Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el domingo de Pascua» (Dominum et vivificantem, 25). El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del acontecimiento (cf. Hch 2,14).

Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo.



2. Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano.

Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb 2, 1), la fiesta de la siega (cf. Ex 23, 16), cuando se ofrecía a Dios las primicias del trigo (cf. Nm 28, 26; Dt 16, 9). Sucesivamente, la fiesta cobró un significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley.

San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía, una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí (cf. Ex 19, 16-25): fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» (Ser. Mai, 158, 4). Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma: «Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua, se diera también la gracia del Espíritu Santo» (Cat. in Act. Apost., 2, 1).

3. Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Y en el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36, 26-27).

¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica señalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de piedra y nos a un corazón de carne, como el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf. Rm 5, 5). Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor, plenitud de la ley (cf. Comment. in 2 Co 3, 6).

4. En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu", como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3, 3. 5). La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e insoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia» (Adv. haer., III, 24, 1). Se comprende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia» (In Io., 32, 8).

El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas... (cf. Hch 2, 9-11)— que escuchan el primer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros» (In Io., 65, 1: PG 59, 361).

5. Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del más chico al más grande» (Jr 31, 34), goza del conocimiento directo del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27). Así se cumple la promesa que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).

Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano, Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Esta es la nueva alianza.

Juan Pablo II, Catequesis del 17 de Junio de 1998.

viernes, 15 de mayo de 2009

Evangelio de hoy 15/5/2009

Evangelio según San Juan 15,12-17.

Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



Comentario del Evangelio por :

Papa Benedicto XVI
Encíclica « Spe salvi », § 38-39


«Amaos los unos a los otros como yo os he amado»


La grandeza de la humanidad viene determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y el que sufre. Esto es válido tanto para cada uno como para el que sufre. Una sociedad que no consigue aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir, mediante la compasión, a hacer que el sufrimiento sea compartido y soportado interiormente, es una sociedad cruel e inhumana... La palabra latina «con-solatio», consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un «ser-con» en la soledad, que entonces ya no es soledad. La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, a la verdad y a la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, si mi bienestar personal, mi integridad son más importantes que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reina la violencia y la mentira...

Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor a la verdad y a la justicia; sufrir a causa del amor para llegar a ser una persona que ama de veras, son elementos fundamentales de humanidad; su abandono destruiría al mismo hombre. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello?... En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene, precisamente, el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de sufrir de esta manera que es decisiva para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que la verdad, la justicia y el amor no son simplemente ideales, sino realidades de una enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios –la Verdad y el Amor en persona- ha querido sufrir por nosotros y con nosotros.

martes, 5 de mayo de 2009

Evangelio de Hoy 5/5/2009

Evangelio según San Juan 10,22-30.
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente". Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa".

Comentario del Evangelio por :

León XIII, papa de 1878 a 1903Encíclica Divinum Illud Munus del 9 de mayo 1897

«Yo y el Padre somos uno»

El misterio de la Santísima Trinidad es llamado, por los doctores de la Iglesia, la sustancia del Nuevo Testamento, es decir, el más grande de todos los misterios, la fuente y fundamento de todos los demás. Es para conocerla y contemplarla que han sido creados los ángeles en el cielo y los hombres en la tierra... Para manifestar con más claridad este misterio, Dios mismo descendió de la región de los ángeles a la de los hombres...

El apóstol Pablo anuncia la Trinidad de las personas y la unidad de su naturaleza cuando escribe: «Todo lo que existe es de Él, pasa por Él y existe en ÉL ¡A Él la gloria por los siglos!» (Rm 11,36... San Agustín al comentar este pasaje, escribe: «Estas palabras no se deben entender que son dichas al azar. 'De Él', designan el Padre, 'por Él' al Hijo, 'en Él', al Espíritu Santo». Por eso la Iglesia tiene la costumbre de atribuir al Padre las obras de la Divinidad en las que resplandece el poder, al Hijo en las que resplandece la sabiduría, al Espíritu Santo en las que resplandece el amor. No que todas las perfecciones y las obras exteriores no sean comunes a las tres personas divinas: «las obras de la Trinidad son indivisibles, tal como es indivisible la esencia de la Trinidad...» (San Agustín).

Pero, a través de una cierta comparación, una cierta afinidad entre estas obras y las propiedades de las Personas, las obras se atribuyen o «apropian», como se dice, más a una de las personas que a las otras dos... De esta manera, el Padre, que es «el principio de toda la divinidad» (San Agustín) es también la causa eficiente de todas las cosas, de la encarnación del Verbo, y de la santificación de las almas: «Todo lo que existe es de Él». Pero el Hijo, la Palabra de Dios y la imagen de Dios, es también la causa modelo, el arquetipo; todo lo que ha sido creado recibe de Él su forma y su belleza, el orden y la armonía. Él es para nosotros «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), el reconciliador del hombre con Dios: «todo pasa por Él». El Espíritu Santo es la causa última de toda cosa..., la bondad divina, el amor mutuo del Padre y del Hijo; con su fuerza poderosa pero suave, completa la obra escondida de la salvación eterna del hombre y la lleva a su perfección: «todo existe en Él».

¿Qué es la inhabitación Trinitaria?




El Autor: P. Miguel Ángel Fuentes


¿La inhabitación trinitaria quiere decir que Dios es uno en tres personas y que habitan juntos?


Propiamente se llama "inhabitación trinitaria" al misterio por el cual la Santísima Trinidad habita en el corazón de la persona que está en gracia (es decir, sin pecado mortal).

1. Lo dice el mismo Señor: Jn 14,23: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. Y San Pablo: Ef 3,17: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Igualmente leemos en el Apóstol San Juan: 1 Jn 4,12-13, 15-16: A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.... Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.

En algunos lugares se habla de la presencia del Hijo, en otros de la del Espíritu Santo; en otros del Padre y del Hijo. Evidentemente que el hablar de una de las divinas Personas entraña la referencia a las otras dos, pues confesamos en nuestra fe, como dice hermosamente el Símbolo Atanasiano: “la fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir ni separar las sustancias. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra también la del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad. Cual el Padre, tal el Hijo, tal también el Espíritu Santo..., etc., El que quiera salvarse, así ha de sentir de la Trinidad” (Dz 39-40).

2. Ya los Santos Padres insistieron en la presencia de Dios Trino en el alma del justo; aunque a veces sólo refiriéndose a una de las personas. Ignacio de Antioquía gustaba en llamarse “Theóforos”, portador de Dios; o también “Cristóforos”, portador de Cristo. San Ireneo frecuentemente nos recuerda que el Hijo enviado por el Padre, nos revela al Padre en nuestro interior. Los Padres Griegos enseñan comúnmente que ni los hombres ni los ángeles pueden ser justificados, santificados y deificados sino por la participación en las personas divinas. Y se podrían citar numerosísimos testimonios.

3. Los teólogos han hablado, tratando de explicar estos hermosísimos datos, de las misiones invisibles de las Personas divinas y de la inhabitación trinitaria. Las divinas personas se hacen presentes al alma por donación y misión: el Padre, al ser Principio sin principio, no puede ser enviado por nadie y, por tanto, se nos dona a Sí mismo a nosotros; el Hijo, como tiene al Padre por principio, es “enviado” (eso quiere decir “misión”) por el Padre; finalmente el Espíritu Santo, al tener como principios al Padre y al Hijo, es enviado por la primera y la segunda Personas de la Trinidad.

4. Santo Tomás explica: “Las Personas divinas no pueden ser poseídas por nosotros sino o para gozarlas (fruirlas) de modo perfecto, lo cual se da en el estado de la Gloria del cielo; o para gozarlas de modo imperfecto, lo cual se da en esta vida por la gracia santificante” (I Sent., d.14, q.2, a.2, ad 2). ¡Para que gocemos de su presencia y con su presencia y posesión! Qué impresionante y qué riqueza extraordinaria significa esto. Si cada una de las divinas Personas son nuestras ¡y para gozarlas! ¿cómo no lo será todo lo demás? ¿qué podemos temer? ¿qué nos puede faltar? De modo muy hermoso San Juan de Ávila ponía en boca de Cristo algo semejante: “Yo (soy) vuestro Padre por ser Dios, yo vuestro primogénito hermano por ser hombre. Yo vuestra paga y rescate, ¿qué teméis deudas, si vosotros con la penitencia y la Confesión pedís suelta de ellas? Yo vuestra reconciliación, ¿qué teméis ira? Yo el lazo de vuestra amistad, ¿qué teméis enojo de Dios? Yo vuestro defensor, ¿qué teméis contrarios? Yo vuestro amigo, ¿qué teméis que os falte cuanto yo tengo, si vosotros no os apartáis de Mí? Vuestro mi Cuerpo y mi Sangre, ¿qué teméis hambre? Vuestro mi corazón, ¿qué teméis olvido? Vuestra mi divinidad, ¿qué teméis miserias? Y por accesorio, son vuestros mis ángeles para defenderos; vuestros mis santos para rogar por vosotros; vuestra mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa; vuestra la tierra para que en ella me sirváis, vuestro el cielo porque a él vendréis; vuestros los demonios y los infiernos, porque los hollaréis como esclavos y cárcel; vuestra la vida porque con ella ganáis la que nunca se acaba; vuestros los buenos placeres porque a Mí los referís; vuestras las penas porque por mi amor y provecho vuestro las sufrís; vuestras las tentaciones, porque son mérito y causa de vuestra eterna corona; vuestra es la muerte porque os será el más cercano tránsito a la vida. Y todo esto tenéis en Mí y por Mí; porque lo gané no para Mí solo, ni lo quiero gozar yo solo; porque cuando tomé compañía en la carne con vosotros, la tomé en haceros participantes en lo que yo trabajase, ayunase, comiese, sudase y llorase y en mis dolores y muertes, si por vosotros no queda. ¡No sois pobres los que tanta riqueza tenéis, si vosotros con vuestra mala vida no la queréis perder a sabiendas!” (Epístola 20).