Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 18,15-20
Jesús dijo a sus discípulos:
Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano.
Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos.
«Donde están dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos». La mejor manera de hacer presente a Cristo en su Iglesia es mantenernos unidos actuando «en su nombre» y movidos por su Espíritu. La Iglesia no necesita tanto de nuestras confesiones de amor o nuestras críticas cuanto de nuestro compromiso real. No son pocas las preguntas que nos podemos hacer.
¿Qué hago yo por crear un clima de conversión colectiva en el seno de esta Iglesia siempre necesitada de renovación y transformación? ¿Cómo sería la Iglesia si todos vivieran la adhesión a Cristo más o menos como la vivo yo? ¿Sería más o menos fiel a Jesús?
¿Qué aporto yo de espíritu, verdad y autenticidad en esta Iglesia tan necesitada de radicalidad evangélica para ofrecer un testimonio creíble de Jesús en medio de una sociedad indiferente y descreída?
¿Cómo contribuyo con mi vida a edificar una Iglesia más cercana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que sepa no sólo enseñar, predicar y exhortar, sino, sobre todo, acoger, escuchar y acompañar a quienes viven perdidos, sin conocer el amor ni la amistad?
¿Qué aporto yo para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los grandes problemas de la humanidad?
¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace del evangelio de Jesús?
¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría», sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta, «sal» transformadora, pequeña «semilla de mostaza» dispuesta a morir para dar vida?
¿Qué hago yo por una Iglesia más alegre y esperanzada, más libre y comprensiva, más transparente y fraterna, más creyente y más creíble, más de Dios y menos del mundo, más de Jesús y menos de nuestros intereses y ambiciones? La Iglesia cambia cuando cambiamos nosotros, se convierte cuando nosotros nos convertimos.
Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano.
Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos.
«Donde están dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos». La mejor manera de hacer presente a Cristo en su Iglesia es mantenernos unidos actuando «en su nombre» y movidos por su Espíritu. La Iglesia no necesita tanto de nuestras confesiones de amor o nuestras críticas cuanto de nuestro compromiso real. No son pocas las preguntas que nos podemos hacer.
¿Qué hago yo por crear un clima de conversión colectiva en el seno de esta Iglesia siempre necesitada de renovación y transformación? ¿Cómo sería la Iglesia si todos vivieran la adhesión a Cristo más o menos como la vivo yo? ¿Sería más o menos fiel a Jesús?
¿Qué aporto yo de espíritu, verdad y autenticidad en esta Iglesia tan necesitada de radicalidad evangélica para ofrecer un testimonio creíble de Jesús en medio de una sociedad indiferente y descreída?
¿Cómo contribuyo con mi vida a edificar una Iglesia más cercana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que sepa no sólo enseñar, predicar y exhortar, sino, sobre todo, acoger, escuchar y acompañar a quienes viven perdidos, sin conocer el amor ni la amistad?
¿Qué aporto yo para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los grandes problemas de la humanidad?
¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace del evangelio de Jesús?
¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría», sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta, «sal» transformadora, pequeña «semilla de mostaza» dispuesta a morir para dar vida?
¿Qué hago yo por una Iglesia más alegre y esperanzada, más libre y comprensiva, más transparente y fraterna, más creyente y más creíble, más de Dios y menos del mundo, más de Jesús y menos de nuestros intereses y ambiciones? La Iglesia cambia cuando cambiamos nosotros, se convierte cuando nosotros nos convertimos.
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