domingo, 24 de julio de 2011

Descubre el tesoro de saber que Dios te ama.



Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 13, 44-52

Jesús dijo a la multitud:
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo.
El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.
El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve.
Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
«¿Comprendieron todo esto?»
«Sí», le respondieron.
Entonces agregó: «Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo».

Compartiendo la Palabra
Por José Antonio Pagola

UN TESORO SIN DESCUBRIR

No todos se entusiasmaban con el proyecto de Jesús. En bastantes surgían no pocas dudas e interrogantes. ¿Era razonable seguirle? ¿No era una locura? Son las preguntas de aquellos galileos y de todos los que se encuentran con Jesús a un nivel un poco profundo.

Jesús contó dos pequeñas parábolas para «seducir» a quienes permanecían indiferentes. Quería sembrar en todos un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un «secreto» que todavía no hemos descubierto?

Todos entendieron la parábola de aquel labrador pobre que, estando cavando en una tierra que no era suya, encontró un tesoro escondido en un cofre. No se lo pensó dos veces. Era la ocasión de su vida. No la podía desaprovechar. Vendió todo lo que tenía y, lleno de alegría, se hizo con el tesoro.

Lo mismo hizo un rico traficante de perlas cuando descubrió una de valor incalculable. Nunca había visto algo semejante. Vendió todo lo que poseía y se hizo con la perla.

Las palabras de Jesús eran seductoras. ¿Será Dios así?, ¿será esto encontrarse con él?, ¿descubrir un «tesoro» más bello y atractivo, más sólido y verdadero que todo lo que nosotros estamos viviendo y disfrutando?

Jesús estaba comunicando su experiencia de Dios: lo que había transformado por entero su vida. ¿Tendrá razón? ¿Será esto seguirle?, ¿encontrar lo esencial, tener la inmensa fortuna de hallar lo que el ser humano está anhelando desde siempre?

En los países del Primer Mundo mucha gente está abandonando la religión sin haber saboreado a Dios. Les entiendo. Yo haría lo mismo. Si uno no ha descubierto un poco la experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la pena.

Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han estado nunca. Viven encerrados en su religión, sin haber encontrado ningún «tesoro». Entre los seguidores de Jesús, cuidar la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa de Dios.

Renunciar ¿A qué?...

La vida cristiana se ha presentado muchas veces como un constante ejercicio de renuncia: renunciar al dinero, renunciar a los placeres de la vida, renunciar a las comodidades, renun­ciar a la ambición, renunciar, renunciar, renunciar... Pero ¿para qué?, ¿a cambio de qué?

CAMINO DE PERFECCION

Sin que esto suponga que criticamos a aquellos que buscan sinceramente la perfección, hay que afirmar que el cristianis­mo no debe confundirse con lo que se llama un camino de per­fección, un método para llegar a ser santos. El objetivo de Jesús no era enseñar al hombre a ser más santo, a ser más per­fecto; el suyo no era un proyecto dirigido únicamente al indi­viduo, sino orientado a la transformación de la manera de vivir de toda la humanidad.

Cuando Jesús presenta las bienaventuranzas, que constitu­yen el núcleo de su programa, no dice a quienes le escuchan que serán más santos si hacen todo aquello, sino que serán felices.

Es la felicidad de los hombres, de todos los hombres y de cada uno de ellos en particular, lo que preocupa a Jesús, porque ésa es la principal preocupación del Padre.

Por eso no se puede considerar la perfección como un ideal propiamente cristiano. Éste era el ideal de los fariseos y lo fue también de ciertas escuelas filosóficas de la antigüedad (los estoicos, por ejemplo). El ideal cristiano es la felici­dad. Y, en consecuencia, la felicidad es la razón por la que un cristiano actúa: un cristiano se comporta cristianamente por­que tal comportamiento es causa de alegría para él y para sus semejantes. O, si se quiere formular la cuestión de otra ma­nera: debe juzgarse que una acción es buena si produce felici­dad en quien la realiza y contribuye a la felicidad de los demás.


UN TESORO, UNA PERLA

Ésta es la idea central de las dos primeras parábolas que se leen este domingo: el reino de Dios es como un tesoro es­condido, como una perla de incalculable valor. Si alguien en­cuentra el tesoro o la perla y descubre el valor tan inmenso que tienen, hace todo lo necesario para conseguirlos. Reunirá todo el dinero que pueda, aunque tenga que vender todas sus posesiones, todo lo que tiene, y correrá a comprar la perla o el campo donde sabe que está escondido el tesoro.

La parábola no necesita demasiadas explicaciones. Jesús ha dicho desde el principio que hay ciertas cosas que son in­compatibles con el evangelio; y resulta que esas cosas son las que más se valoran entre la mayor parte de los hombres: el poder, la riqueza, los honores... ¿Por qué hay que renunciar a todo eso? ¿Para qué? ¿Es que la renuncia tiene valor en sí misma? Estas preguntas quedan respondidas con las parábolas que comentamos.

En primer lugar, el proyecto de Jesús, el reino de Dios, es un tesoro para el hombre, el mayor tesoro. Vivir de acuerdo con el evangelio vale más, tiene más valor que cualquier otro modo de vida. Más que todo el dinero del mundo, más que todos los honores, más que todo el poder.

Y, en segundo lugar, la elección debe llenar de alegría a quien la realiza. El dolor que pudiera causar la renuncia a algo que se ha querido hasta ese momento debe quedar anulado por la felicidad que produce lo que se ha elegido: «Se parece el reino de Dios a un tesoro escondido en el campo; si un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y de la alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo aquel».


LO QUE DE VERDAD IMPORTA

No quiere esto decir que no cueste ningún esfuerzo renun­ciar a todo lo que es incompatible con el evangelio. Lo que quiere decir es que la razón por la que se hace tal esfuerzo no es otra que la seguridad de que el resultado final será una feli­cidad mucho mayor. Y no sólo en la otra vida: ya, desde ahora, desde el momento en que se descubre el valor de lo que se ha elegido.

En conclusión: lo realmente importante no es la renuncia, sino la elección; lo que realmente nos hace mejores no es lo que dejamos, sino lo que elegimos. Y la elección es consecuen­cia no tanto de que queremos ser mejores, más santos, más perfectos, sino más bien de que hemos descubierto que adop­tando el modelo de vida que propone el evangelio, siendo cris­tianos, podremos tener y ofrecer a los demás, de la manera más excelente, la experiencia del amor compartido, que es la felicidad.